Héctor siempre estuvo envuelto por un aura de santidad. Ya a los 4 años era portador de una virtud en todo sentido envidiable.
La curiosidad y la poca aptitud para los juegos lo inclinaron a la lectura. Sus predilectas eran las de aventuras: London, Verne, Salgari, etc.
En su adolescencia ya podía estar a la altura de agradar a un intelectual en su conversación. Era el mimado de los profesores, fuente de estímulo para la preparación de sus clases en un contexto en el que el secundario para un docente era mas una prueba de tolerancia que una vocación.
Alumno brillante obtiene el título universitario con las máximas calificaciones y en el menor tiempo posible. Una promesa.
Eso sí…nunca había tenido una relación sexual. A los 22 años y si bien había sido objeto de burlas en su escolaridad, nada le dolió más que la carencia de la experiencia con mujeres que se reducía a unos pocos besos de alcoholizadas señoritas que no solo no ofrecían resistencias sino que ellas mismas avanzaban antes de cualquier proposición.
Así las cosas comenzó a trabajar y le fue muy bien pero en su tiempo libre (que trataba que fuese cada vez menor) era asaltado por la angustia. Héctor se sienta en un café, levanta la vista y ante él una pareja, esa sensación de estar excluido de la fiesta de la vida, sin recursos de esa manera extraña en que carecen de recursos los que tienen todo para ser feliz y no pueden.
A los 35 años angustiado ante el amargo incumplimiento de su dicha puede ver una grieta, tal vez una nueva promesa.
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