martes, 15 de febrero de 2011

Historia de Tauber.

Tal como era su costumbre, Alberto se despertó a las seis, se duchó y preparó una taza de café con leche que acompañó con cereales. Escuchaba una interpretación de Konrad Junghänel de los Lautenwerke de  Bach, mientras observaba los dibujos intermitentes en el ecualizador del audio. Era lunes y sabía que era día de tribunales. El lo había establecido de esta manera. Si bien tenía una empleada que se encargaba del trabajo había casos en los cuales al doctor Alberto Tauber le agradaba realizar hasta  la mínima diligencia en persona. Tenía que presentar un recurso de amparo en el caso del señor Alvarez y eso lo inquietaba. Se vestía con lentitud, deteniéndose especialmente en el nudo de la corbata. Luego salió rumbo a la calle.
Pensaba en la naturaleza de un recurso de amparo. Tenía un lugar especial en la estructura de la ley. Hay de los delitos que están recubiertos de un aura de gravedad que pasarían a formar parte de un catálogo de la maldad, de la crueldad, en el límite, de la enfermedad. Pero en esos casos no se ve verdaderamente cuestionado el despliegue impertérrito de la ley.
Cuando se pone en juego un recurso de amparo algo se conmueve, vacila, pues hay que decidir sobre un movimiento que tiene toda la forma de la ley y, al mismo tiempo, cuestiona un derecho adquirido. Como si pusiese al descubierto una suerte de pecado original, de contradicción en su propia esencia de la ley.
Alberto pensaba en estas cuestiones mientras caminaba por calle Córdoba rumbo al juzgado. El otoñó se iba retirando pausadamente, con un sigilo tal que nadie se daba cuenta que el invierno llegaba implacable. Buenos Aires salía de la profundidad de la noche, todavía falta de la presencia anónima de la masa. Los taxis, algunos colectivos iban marcando un ritmo que por el momento era lento, pesado.
Estaba ya entre Paraná y Uruguay cuando un hombre mayor se tropieza y estrepitosamente cae. El maletín, el celular, unas monedas que luego hubo que ayudar a recoger hicieron un ruido extraño, como si cada objeto esperase la caída del otro para dejar de sonar. Algo así como un redoble  breve de tambor.
-         ¿Se encuentra bien? –
Con movimientos lentos pero continuos el hombre se puso de pie y Alberto pensaba que el invierno tiene eso: la precisión de los sonidos. El verano producía un efecto de empastamiento, como si en el vacío, en el contorno de los ruidos se cosiera un almohadillado minucioso. El frío despertaba sus oídos, le entregaba los sonidos más descarnados.
La mañana transcurrió y verdad es que esperaba el encuentro con el Doctor Manuel Gutierrez con quien almorzaba cada tanto. Con él había algo de una comunidad inconfensable, dos escribas de la maquinaria legal dejaban los pesados libros de la ley y hablaban inútilmente. El Doctor había sido docente de Alberto y aquello que le había llamado la atención no era la inteligencia de los comentarios jurídicos del alumno lo cual era bastante común en cualquiera que siguiese con atención las clases. Se trataba de algo un poco más sutil. Gutierrez adornaba sus discursos con escuetas referencias a novelas y hechos históricos a modo de apólogo de las mismas. Era justamente lo que un resumen de la clase dejaría de lado como inesencial. Alberto intervenía y preguntaba haciendo guiños a estas referencias y en esa complicidad se fue tejiendo una amistad que persistió durante años. Ya anciano y retirado el maestro invitaba al discípulo haciendo honor a este pacto sellado sobre los desechos de la clase.
Tocó el timbre y esperó poco, casi se podría decir que su espera fue interrumpida por la chicharra. Entrar en el departamento del Doctor tenía el encanto de los pasos sobre el piso crujiente.
-         ¿Luiggi Bosca, Doctor?- saludó Gutierrez.
-         ...por favor...- Alberto tomó una copa de la mesa. El Doctor lo invitó con un ademán a la cocina.
-         ...un momento y la salsa estará a punto...los alegnottis nos esperan...¿Se enteró de lo de Varela?
-         ¿Julio Varela?
-         Exacto.
-         No sé a qué se refiere. Se que se separó de su mujer hace un año y que desde entonces se lo ve muy mal, como si estuviera un poco más viejo.
-         Estaba atormentado. La cuestión que no lo dejaba en paz era lo que él entendía como el carácter repentino de la decisión de la mujer. Después de tantos años, de una rutina y un sentimiento sólidamente construidos. La perseguía pidiéndole explicaciones. Lo cual llevó a dos cosas: a afianzar la ruptura y a pronunciar el enigma...- Gutierrez revolvía la salsa - ...lo primero porque para alguien que vacila en su amor, que padece una devaluación del objeto de su amor, una actitud suplicante no hace otra cosa que degradarlo aún más y la vergüenza de contemplarlo termina produciendo rechazo, la mujer ni verlo quería...y digo que, al mismo tiempo, pronunció el enigma porque ¿Qué explicar? ¿Qué se el contesta a alguien que pregunta de esta manera? “Fulano de tal, la cosa es así, ¿viste eso que se llama amor?, bueno eso no lo siento más por tu persona”. De todas maneras, me parece, Alberto, que la herida de la pregunta de Varela no se cierra con ninguna explicación y que todo intento de hacer algo semejante será insuficiente...

En ese momento se producía la mezcla alquímica de la pasta y la salsa. El acto solemne de servir los platos y llenar la segunda copa de vino imponía una pausa. El Doctor Varela continuó:

-...la cuestión es que hay novedades. Algo sabía de estas cosas. Varela era sonámbulo. Desde niño comenzó con el problema. Al principio se limitaba a algunos movimientos en la cama acompañados por largos monólogos que le producían no pocas dificultades, ya que la mayoría de las veces delataba sus travesuras. Con los años entablaba largos diálogos en sus trances, sus hermanos y, luego, su mujer jugaban a tratar de deducir lo que el otro le decía en sueños a partir de los parlamentos de Varela. Pero el tema se volvió más preocupante cuando comenzó a levantarse de la cama y a caminar por la casa. Invariablemente se despertaba con un golpe contra una pared o una puerta. Y consultaron a un neurólogo que dio el caso por cerrado e indicó un medicamento. Pero el problema persistió.
-         Tal vez la medicación no era la correcta- dijo Alberto.
-         Sin embargo me parece que no se trata de eso. El médico desatendió lo esencial que no era tanto el hecho de que hablase o se moviese o caminase dormido sino el contenido de lo que decía y el escenario que se iba construyendo en los trances. Es increíble la ceguera de la medicina en relación a estas cuestiones. Luchan encarnizadamente buscando causas científicas pero repentinamente dejan muchos hechos librados al azar. Lo importante fue, para este médico, determinar la causa orgánica y, en lo posible, anatómicamente localizable del insomnio descartando el resto como una nadería desprovista de importancia. Cuando Varela fue abandonado por su mujer, y esto es lo más jugoso del asunto, se agregó un elemento nuevo. Al escenario se le fueron agregando tablas. La primera vez lo consideró algo peligroso pero circunstancial. Cuando se repitió lo aterrorizó. Empezó a salir de su departamento. Hasta ese momento los movimientos se habían limitado al interior de su vivienda pero ahora se despertaba en el tercer piso, en la puerta de la terraza, deambulaba horas por los pasillos para indignación de las señoras decentes del edificio dado que los actos sonámbulos no incluían el recurso a la vestimenta. Hasta que tuvo un accidente. Un tropiezo en la escalera...fue asistido por una vecina de cuya existencia no estaba enterado. Trabaron conocimiento y son actualmente ardientes amantes. Lo curioso es que, desde entonces, no padece de sonambulismo.
-         ...es increíble. Pareciera que llevaba dos vidas. Dos paralelas que nunca se tocaban...
-         Si, hasta el tropiezo, en el cual esas dos líneas se hacen una - Gutierrez volvía a llenar las copas – Estaba buscando, sin saberlo...tal vez.

Luego la conversación se centró sobre los temas usuales en sus encuentros: la literatura, la música, el cine, muy poco sobre la política. Salir a la calle después de aquellas tertulias tenía un sabor diferente, Alberto sentía que se sacaba de encima algunos años y ya la tarde de trabajo se sucedía con una plasticidad de gimnasta. Era, entonces, más amable, más atento, más preciso en la dirección de su trabajo y eso le permitía una media hora de descanso a media tarde con la absoluta seguridad de llegar hasta el final en lo que se había propuesto, como si le sobrase el tiempo, como si el tiempo adquiriese la medida de su voluntad. El cierre de la jornada estaba brevemente ritualizado: ordenaba los escritos ejecutados por él mismo y realizaba una lectura minuciosa de aquellos a cargo de su secretaria, la señorita Lasalle. Esto le permitía preparar el paquete de las diligencias del día siguiente dividiéndolo por juzgados y vencimientos.
Cuando se retiró del estudio ya oscurecía y caminó en principio por placer. Cruzó la 9 de Julio pero demorándose en la contemplación de la desactivación del microcentro. Pasó por un café, pensó vagamente en la posibilidad de sentarse y tomar un “irlandés” pero una visión fugaz, un reflejo en la ventana le hizo desistir. Una visión que tenía la definida forma de una mujer, vestida con un sobretodo exquisitamente elegante, abierto de tal manera que podían apreciarse sus piernas turgentes envueltas en un pantalón que parecía a punto de estallar en una sinfonía de sensualidad. Sin darse cuenta el ritmo de sus pasos se identificaron con los de la dama y estaba en esto cuando llegó a la esquina de Libertad y Córdoba.
Allí un ciego comenzaba a cruzar la calle con un desparpajo impertinente teniendo en cuenta la providencial despreocupación de los automovilistas argentinos por los peatones y no sin prisa Alberto se vio obligado a intervenir deteniendo el intento.
-         El semáforo está verde, no cruce – dijo mientras lo hacía retroceder tomándolo del brazo y miraba a la dama alejarse con infinita tristeza - ¿A dónde va?.
El ciego mencionó un número de colectivo, buscaba la parada. Ya con esto sumaba una segunda dificultad dado que estaba caminando en la dirección exactamente opuesta. Había que acompañarlo hasta Talcahuano, pobre tipo. Con resignación, volvió a tomarlo del brazo y comenzaron a andar. Pero a los pocos pasos sintió que algo lo inquietaba. Pensó en el silencio del ciego inmediatamente. Trató de buscar palabras pero no se le ocurría nada. Caminaban lentamente.
Fue entonces cuando vio el bastón, el típico bastón de metal, pero doblado en su extremo. Ya estaba...
-         ...tiene el bastón doblado...- dijo Alberto.
-         ¿Sabe lo que pasa?- se hizo una pesada pausa,  un hueco de silencio que estaba a punto de absorberlos - ...la gente...ve cada vez menos...
Alberto sonrió. Transcurrió otra cuadra en silencio.  Lo dejó en la parada y después de breves palabras de agradecimiento, se dispuso a retomar Córdoba rumbo a su departamento.