Por el Lic. Juan Esteban Courrèges.
Manejó hasta Puerto Madero llevado por una sensación de vacío, esa especie de brújula que es la ignorancia de lo que pasa y nos va tomando de la mano. Se bajó del auto y quedó contemplando el río.
Se preguntó qué quería y, en ese mismo momento, comprendió que era la primera vez para esa cuestión. No se trataba de nunca haber pronunciado las palabras. Claro que los padres, los amigos, las mujeres, los profesores habían emitido los sonidos y él mismo más de una vez: ¿Qué quiero? Pero le llegó, repentino reflejo de la luz en unos cristales, la certeza que esas palabras las había pronunciado como un actor mediocre que aprende su papel en un lenguaje extranjero memorizando la fonética pero no entendiendo del todo el significado de lo que dice.
Entonces, de qué se trataba. No era demasiado tarde? Tal vez sí. Se le cruzaron ideas, caminos posibles que tienen esa belleza de las obras de los primitivos, todo parece tan fácil a la hora de imaginar pero a la vez todo es tan difícil. Llegar como un autómata hasta cierto punto, carrera, dinero, tantas voces de mujeres, de amigos, tanta gente y tan solo.
Y el corazón de la cuestión se le abrió sincero: formarse en algo vinculado al arte, o practicarlo en alguna de sus formas. Pero ¿a esta edad? ¿Qué perspectivas tenía? Se percató que ahí lo cuestionaba una parte antigua de su propio ser que estaba pendiente de la mirada de los otros, una parte que decía eso por última vez, moribunda. La perspectiva no importaba, la edad tampoco, simplemente se trataba de hacer lo que quería.
Dispuesto a no ceder, Alejandro se alejó del río, se dirigió directo al centro oscuro de sí mismo.
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